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Inclusión no genuina: cuando la diversidad se vuelve una pantalla

Cuando las políticas de inclusión se aplican como un cumplimiento estético, lejos de generar transformación, profundizan la desigualdad. Consejos para ejercer un liderazgo que fomente una inclusión legítima de impacto real

Por Alejandra Oniszczuk, Socia y Directora de AW Latam

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La inclusión no es una tendencia: es un derecho y una necesidad. Sin embargo, en los últimos años, muchas organizaciones  de diversa naturaleza (empresas, asociaciones, organismos públicos; entre otras) han adoptado discursos y prácticas de inclusión de manera superficial, por presión externa, sin convicción ni coherencia interna. A esto se lo conoce como inclusión no genuina, un fenómeno que pone en evidencia la distancia entre lo que se comunica y lo que realmente se hace.

La inclusión no genuina ocurre cuando una organización decide incorporar personas de grupos históricamente discriminados (mujeres, personas con discapacidad, colectivos LGBTIQ+, personas racializadas, entre otros) solo para “cumplir con la cuota”, responder a una exigencia normativa o lavar su imagen institucional. Es la inclusión que prioriza el marketing por sobre el cambio estructural, el número por sobre el impacto, la apariencia por sobre el contenido. Es, en definitiva, otra forma de exclusión, disfrazada de apertura.

Este fenómeno suele vincularse con lo que se conoce como discriminación positiva o acción afirmativa: medidas que buscan corregir desigualdades estructurales otorgando ciertos beneficios o condiciones preferenciales a grupos vulnerados. Si bien estas acciones son necesarias como punto de partida, pueden transformarse en una trampa si no van acompañadas de políticas integrales de inclusión. La discriminación positiva, cuando no está bien pensada ni correctamente implementada, puede caer en el asistencialismo, generar resentimientos dentro del equipo, reproducir estigmas o, incluso, poner en jaque la propia trayectoria de quienes son incluidos bajo ese esquema.

En algunos casos, he visto personas contratadas “para cumplir con la agenda de diversidad” que luego son aisladas, subestimadas o relegadas de las decisiones importantes. También he sido testigo de organizaciones que impulsan campañas de equidad de género mientras sus puestos de liderazgo siguen concentrados en hombres. La contradicción genera desconfianza, y la falta de coherencia termina socavando la credibilidad de las políticas inclusivas.

¿Por qué sucede esto? Porque muchas veces se pretende resolver desde la superficie lo que requiere transformación profunda. La inclusión real incomoda. Implica revisar los sesgos con los que se diseñan los procesos de selección, con los que se establecen los criterios de liderazgo, con los que se construyen los vínculos y las oportunidades dentro de una organización. Implica hacernos preguntas difíciles: ¿qué entendemos por talento? ¿cómo evaluamos el mérito? ¿a quién se le permite equivocarse sin consecuencias? ¿qué lugares están vedados, aun sin que lo digamos?

Por eso, la única inclusión válida es la inclusión genuina: aquella que nace de un convencimiento ético, se sostiene con políticas reales, se construye con escucha y se mide con indicadores claros. Y el rol de los líderes, aquellos que tienen el poder de decidir sobre los cursos de acción, es fundamental. Más que un rol: ellos deben ser los gestores de esos cambios.

Algunos consejos a estos líderes para avanzar hacia esa transformación:

  • Hacer un diagnóstico honesto: medir la composición interna, detectar brechas, mapear sesgos. La inclusión empieza por conocer la propia realidad.
  • Realizar capacitaciones continuamente: trabajar con todo el equipo, especialmente con quienes toman decisiones. La formación en diversidad e inclusión no debe ser un evento puntual, sino una práctica sostenida.
  • Diseñar procesos de selección transparentes: desde la selección hasta la promoción interna, revisar los mecanismos y garantizar que sean accesibles y equitativos.
  • Fomentar una cultura organizacional viva: promover espacios de participación real, fomentar el diálogo y construir una cultura donde todas las personas se sientan valoradas por lo que son y por lo que aportan.
  • Promover liderazgos comprometidos: sin el ejemplo concreto de quienes dirigen, cualquier iniciativa se vuelve letra muerta.

En definitiva, la inclusión no se decreta: se construye. Y como toda construcción, requiere tiempo, esfuerzo, escucha y voluntad de cambio. No se trata de tener una nómina diversa, sino una organización más justa, más rica en perspectivas, más humana. La diversidad es un hecho; la inclusión, una decisión. Que sea una decisión genuina.

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